El año 2001 nos expuso, entre tantas otras cosas, a renovadas formas de conflicto, y así también a nuevos
debates, relacionados con la llamada protesta social. En estas fechas, cuando se cumplen 10 años de aquel
estallido de crisis, tiene sentido que reflexionemos sobre lo que hemos ido aprendiendo en la materia y, más
aún, sobre todo lo que nos falta hacer al respecto.
En principio – y esto resulta auspicioso- puede decirse que la discusión, y en particular la discusión jurídica
en la materia, ha mejorado algo, desde el 2001. En aquel momento, algunos jueces se apresuraron a señalar,
sin mayores fundamentos, que quienes disrumpían la escena pública con sus quejas, eran “sediciosos” que
atacaban al sistema democrático.
En lugar de preguntarse por los agravios sufridos por los manifestantes, los jueces llamaban a la
policía, y procesaban a aquellos, como si se tratara de peligrosos delincuentes.
Hoy, afortunadamente, la práctica judicial ya no es la misma.
De todos modos, corresponde agregar que nuestros progresos en el área han sido limitados.
A continuación, ofreceré cuatro breves ejemplos al respecto.
En primer lugar, creo que muchos de los doctrinarios que hemos escrito sobre la materia, hemos terminado
por “fetichizar” la idea de la protesta social, en pos de resaltar su importancia, y así el valor de asegurar para
la protesta una protección especial. Tanto énfasis hemos puesto en esta defensa de los reclamos, que hemos
terminado por olvidarnos, muchas veces, de lo más importante.
Esto es, que quienes protestan no lo hacen, meramente, buscando reivindicar sus derechos civiles (e.g., la
libertad de expresión), sino, fundamentalmente, porque padecen graves violaciones de derechos sociales.
En segundo lugar, muchos analistas y activistas han desarrollado una mirada demasiado “plana” sobre las
protestas, igualando a todas ellas por el hecho de que compartían un elemento común: el corte de una ruta.
Esta mirada simplista tampoco nos ayuda a preguntarnos por lo que más importa – por caso: cuál es la
gravedad del derecho afectado en cada caso? Y cuáles las alternativas efectivas con que cuentan quienes
protestan, para expresar su queja? Lamentablemente, sin este tipo de precisiones no podemos distinguir entre
la protesta “del campo”, la de los estudiantes secundarios, y la de un grupo de desocupados.
En tercer lugar, muchos jueces siguen aproximándose a la protesta equivocamente, guiados por la torpe
lógica del “activismo o pasivismo”. Dicha lógica los lleva a oscilar entre intervenciones innecesariamente
persecutorias frente a quienes protestan; y actitudes de indebida prescindencia, a veces disfrazadas bajo el
manto del “garantismo”. De esta forma, los jueces dejan de lado lo mucho e importante que pueden hacer
frente al conflicto social, mediando, discutiendo con las partes, formando mesas de diálogo, abriendo puertas
de salida a aspectos parciales del conflicto (finalmente, ser garantista no significa “no hacer nada”, en materia
penal, por temor a los excesos represivos del Estado, sino “hacer algo” crucial: contribuir a garantizar los
derechos básicos de todos).
Finalmente, deben señalarse las faltas propias del poder político-económico, y en particular las del
sector que ha ejercido el gobierno en todos estos años.
El gobierno suele proclamar, con orgullo, que “no reprime la protesta social”. Sin embargo, al mismo tiempo,
él se ha encargado de preservar intactas las estructuras políticas y económicas que dan motivo y razón a las
protestas.
Mucho peor que ello. No se trata de que el gobierno “todavía” no ha llegado tan lejos en sus reformas (o de
que “ahora sí” avanza, por ejemplo, sobre sindicatos y empresas que actúan corporativamente). Se trata de
que, contra cualquier impulso reformista, el gobierno ha pactado y hecho negocios con los sectores
más discutidos del sindicalismo y el empresariado, para montar con ellos estructuras de explotación
injustas y normalmente ilegales (pocas metáforas tan ilustrativas de lo señalado, como el conglomerado
sindical-empresario “Ugofe”, que creció a partir del financiamiento estatal y el abuso de los ferroviarios
terciarizados, y que culminó con la muerte de Mariano Ferreyra). En el área del petróleo o la minería
encontramos fenómenos semejantes; y son este tipo de alianzas, también, las que ayudan a explicar la
represión y hostilidad que sufren los grupos indígenas, en todo el país.
En definitiva: es cierto que en estos diez años hemos mejorado algo, en nuestra práctica y en nuestra
discusión pública en torno a la protesta social. Sin embargo, también es cierto que, en todo sentido, nuestros
avances han quedado demasiado cerca de lo que fuera un temible principio.